DESTACADA

Alberto, un naufragio con tragedia y sainete / Newsletter de Mauricio Llaver

11 de agosto 2024

Es muy difícil escribir una columna sobre un tema candente cuando uno está de viaje, pero no hacerlo es imposible. Ni siquiera la distancia puede poner una barrera frente al espectáculo que estamos viviendo en estos días. Van unas líneas garabateadas en dicha circunstancia.

Un pobre hombre al que le quedó grande el saco, indigno de su investidura. Una mujer que le confeccionó el saco para su propia conveniencia, indigna para asumir su responsabilidad. Esas dos variables marcan el desastre argentino del último período y el nivel de patetismo que transitamos por estos días. Nunca olvidemos que Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner son los máximos responsables de esta semana para el asombro.

Todo es tan vertiginoso que hay que recordar que Alberto Fernández protagoniza dos episodios de gravedad, si es que las noticias no nos sorprenden con alguna otra transgresión. Una es que ha sido acusado por su pareja de ser maltratador, acosador psicológico y golpeador. Otra es que utilizaba el despacho presidencial y dependencias oficiales para encuentros fuera de agenda con otras mujeres, lo cual demuestra su nivel de frivolidad e irresponsabilidad. No sólo filmaba con su teléfono una conversación de grandulón embobado con una jovencita, sino que lo hacía cuando todo el país estaba encerrado en sus casas a raíz de sus decisiones, cuando los hospitales se saturaban con internados, decenas de miles morían sin que sus deudos pudieran despedirlos y la economía colapsaba por las restricciones que él mismo imponía.

La llegada de Alberto a la presidencia fue una de esas circunstancias extrañas de la historia, que esperemos no se repitan en la Argentina. Su contrato con Cristina era muy sencillo: ella lo ponía a él en cabeza de la fórmula porque sabía que sola no podía ganar, él aportaba una pátina de moderación a la oferta electoral, y una vez que ganaran él influiría sobre la Justicia para que no avanzaran las causas de corrupción para las cuales ella había hecho bastante mérito. Pero esto último no funcionó, ya fuera por incompetencia de Alberto (o una pasividad ex profeso) o porque las causas ya estaban lo suficientemente maduras como para avanzar por su propio peso. Cristina terminó el mandato de Alberto con una condena por fraude al Estado (cuya apelación a la Cámara de Casación está por salir, con un pronóstico no muy bueno para ella), y el resto puede resumirse en unos pocos trazos gruesos: pobreza del 40%, inflación del 200%, déficit consolidado de entre 12 y 15 puntos del PBI, una degradación lamentable de la autoridad presidencial y una administración del Estado atravesada por una mediocridad pocas veces experimentada en la Argentina. Lo único que hicieron bien fue ganar aquellas elecciones, para perjuicio de todos.

(Otro resumen de ese gobierno, que terminó hace apenas ocho meses, fue el que expresó recién este viernes la propia Cristina, tratando de despegarse de su criatura, en un hilo de “X” lleno de egocentrismo: “Alberto Fernández no fue un buen presidente”. Menos mal que nos avisó, porque si no, no nos dábamos cuenta).

Muchas veces en la Argentina se ha pronosticado el fin del peronismo, sin ningún éxito a la vista en materia de predicción. Pero hay que decir que el peronismo nunca dejó un gobierno tan expuesto en su inutilidad como el de Alberto y Cristina, donde no dejaron desastre por hacer, y donde por primera vez era muy difícil responder un par de preguntas elementales para cualquier administración: ¿Quién manda en la Argentina? ¿Cuántas cosas se han hecho bien? El desastre de Isabel Perón tampoco soportaba esas preguntas, pero terminó con una ventaja a los ojos de la historia: que fue derrocado por un golpe militar. El de la dupla Fernández & Fernández no pudo aferrarse a ninguna excusa externa y se hundió solo en su propia mediocridad. Y para colmo, esta vez el peronismo estuvo todo junto, lo cual, en lugar de potenciarlo, lo neutralizó a la hora de la toma de decisiones.

Con sus videítos de galán berreta, con el torrente de memes de corrosividad extrema que plagaron las redes sociales, Alberto Fernández se enfrenta a la dura posibilidad de que se concrete una de las más definitorias “verdades argentinas”: que en nuestro país es mucho peor ser tomado por estúpido que ser tomado por corrupto (lo cual no significa que no pueda ser corrupto, porque no olvidemos que estas revelaciones, mezcla de tragedia hogareña y de sainete, surgen por los chats sobre una presunta corrupción en la contratación de seguros por parte del Estado). En ese sentido, esta vez Luis D’Elía tuvo una definición que suena en consonancia con la percepción general: “Alberto es un pelotudo”.

Nadie sabe dónde terminará esta conmoción, pero hay algo que podemos dar por seguro: que a Javier Milei se le ensancha la ventana para avanzar “contra todo lo anterior”, contra “la casta”, porque sencillamente Alberto y Cristina representan todo lo nefasto que podía ser lo anterior: la hipocresía en el discurso, la inmensa vulgaridad de sus protagonistas, la traición a la vuelta de la esquina (Alberto le falló a Cristina en la Justicia y Cristina lo tiró a los perros para despegarse de él) y la sensación de que todo aquel discurso progre, la banalidad del lenguaje inclusivo, los organismos de nombres pomposos con presupuestos carísimos y resultados discutibles, eran un decorado de cartón ordinario que se fue disolviendo en su ineficacia y dejó al descubierto una profundísima falsedad. Milei seguirá con su discurso de “lo nuevo”, y todo el pasado reciente parece ponérsele a su entera disposición.

Los responsables del naufragio de estas horas son Alberto Fernández, un incapaz que llegó a la presidencia cual héroe accidental, y Cristina Fernández de Kirchner, la maga a la que se le acabaron los trucos y nos dejó a todos pagando las consecuencias. Dios y la patria se lo deberían demandar.

Escribe un comentarios