Mendoza

El feeling del momento (y un bonus track sobre Malvinas) / Newsletter de Mauricio Llaver

Hace mucho que no estamos tan perdidos como ahora / Una compra en el mayorista y ese aroma a los años 80’s… / En Mendoza, si no pegamos el volantazo seguirá creciendo la pobreza / Conectividad aérea: éramos tan felices / Los 40 años de Malvinas y el recuerdo de mi visita a las islas.

3 de abril 2022

EL FEELING DEL MOMENTO. Señores, hace mucho que no estamos tan perdidos como ahora. Realmente no se sabe nada de nada. El gobierno parece roto, y dicen que Cristina no quiere ir más a los actos con Alberto, pero el kirchnerismo sigue manejando PAMI, Anses, Aerolíneas, YPF, el Ministerio de Justicia, parte de la Cancillería y unas cuantas cajas más. Como si el Estado fuera una caja, y no la casa común de los argentinos que garantice cierta igualdad y cierto bienestar. Todo lo que trasciende es preocupante: que Massa se desmarca, que quieren poner nuevos impuestos, que el presidente está mal de salud (y algunos videos no lo ayudan a desmentirlo), que se viene una aceleración de la crisis. Lo único seguro es una sensación de inflación indetenible, combinada con escasez de productos de todo tipo. Ese es el feeling del momento. Que ojalá no fuera así.

UN FINAL QUE NADIE QUIERE REPETIR. El miércoles fui a un mayorista y, mientras me asombraba con los precios y la escasez de productos, en el celular me apareció la noticia de que tenemos 37,3% de pobreza en la Argentina. Fue imposible no conectar las dos cosas. Juan Carlos Torre, quien escribió un libro sobre su experiencia en el Ministerio de Economía del gobierno de Alfonsín (“Diario de una temporada en el quinto piso”), dice que lo más progresista que se puede hacer en la Argentina es bajar la inflación. Sería bueno que el gobierno lo entendiera, pero cuando habla de un “bono extraordinario” para jubilados y pensionados, aunque sea de unos míseros 6.000 pesos, está claro que no sabe qué hacer con el problema. Porque la emisión aumenta la inflación, le guste o no le guste. En la Argentina hay olor a los años 80’s, en que la espiral inflacionaria era indetenible y no había convicción política para frenarla con medios ortodoxos, que suelen ser la única solución, aunque duela. Dentro de las sensaciones de la Argentina de estos días, está la de un revival de aquellos años crepusculares de Alfonsín. Parche sobre parche sobre parche… y un final que nadie quiere repetir.

PEGAR EL VOLANTAZO. El índice de pobreza dio todavía más alto en Mendoza: 44,6%. Podemos discutir si los números se miden aquí igual que en otras provincias, o si es lo mismo ser considerado “pobre” en una provincia productiva que en una que vive del asistencialismo. Pero es  altísimo y nos lleva otra vez el tema de fondo: ¿Cómo vamos a salir de esto? ¿De qué vamos a vivir? La única manera es liberando las fuerzas productivas y atrayendo a todas las inversiones posibles, porque el empleo tendrá que venir desde el sector privado. Y mientras hacemos muy bien todo lo necesario para generar tranquilidad, tenemos que desarmar la máquina autodestructiva que nos impide desarrollar la minería (con 85% de nuestro territorio sin habitar) o proyectos como El Azufre, que podrían generar miles de empleos. Es ahora o nunca, porque la pobreza crece y crece, el Estado será cada vez más pobre y, simplemente, si no pegamos un volantazo para generar riqueza, muchos tendrán que emigrar para tener un futuro.

CIELOS MENDOCINOS: ÉRAMOS TAN FELICES. Los cielos mendocinos siguen volviendo de a poco a la normalidad y el 11 de junio retornarán los vuelos directos de GOL entre Mendoza y San Pablo. Esos tres vuelos, más los cuatro que tiene Latam, normalizan las siete frecuencias semanales directas que teníamos con San Pablo antes de la pandemia. Aleluya para todos los mendocinos que claman a los dioses que vuelvan los brasileños. Lo que sigue flojo es la conexión con Santiago, que está en siete frecuencias semanales cuando antes eran 28. Y el vuelo directo a Perú, que directamente no está operando, principalmente por los fuertes controles del lado peruano. Es un camino largo, con anuncios de recuperación, pero que nos hacen ver lo felices que éramos hace dos años en materia de conectividad aérea, sin que nos diéramos cuenta en aquel momento.

BONUS TRACK: MI LIBRO DE VIAJES Y LA VISITA A LAS MALVINAS. Desde hace unos meses, sin prisa pero sin pausa, estoy escribiendo un libro sobre mis viajes. En algún momento lo terminaré y lo publicaré. Como este fin de semana se cumplen 40 años del desembarco en las Malvinas, adelanto aquí el capítulo sobre mi visita a las islas.

“En las Islas Malvinas no se desembarca con facilidad.

El calado del puerto no permite que atraquen barcos de gran tamaño, así que sólo se puede llegar en embarcaciones pequeñas. Si el tiempo lo permite, el crucero se detiene mar adentro, los pasajeros suben a unas lanchas y así se los transporta hasta la orilla. Cuando los agentes de viajes mencionan que uno de los puertos es Malvinas, aclaran que el descenso dependerá de las condiciones del tiempo de ese día.

Por suerte, el 25 de enero de 2016 pudimos bajar.

Lo primero que se encuentra cuando se sale de la rampa es un cartel que dice “Falkland Islands”. Y ahí nomás, una cabina telefónica de color rojo de diseño típico inglés. Y todo empieza a doler.

Puerto Argentino es, básicamente, una calle de unos 500 metros (“Ross Road”) que está sobre la costa, y dos calles paralelas hacia arriba de una extensión similar. Son unos 2.000 habitantes que circulan en camionetas tipo Land Rover con el volante a la derecha, y que manejan por el carril izquierdo. Para un argentino, sería una ironía cruel morir atropellado por no saber que los vehículos vienen desde el otro lado.

En Puerto Argentino nos subimos al ómnibus de la excursión y partimos para el Cementerio de Darwin. A los pocos cientos de metros, el camino ya era de tierra. Y ahí estaba ese paisaje de tantas fotos, de tantos noticieros de la guerra, de una vegetación amarronada, y nombres que evocaban tantas memorias dolorosas: Monte Longdon, Monte Kent, Monte Pleasant.

El guía era un malvinense muy respetuoso, que había vivido unos años en Chubut y hablaba el castellano a la perfección. Por ahí hizo parar el ómnibus y nos señaló un montoncito de piedras, con una forma cuadrada: “Eso era un refugio de soldados argentinos”. Yo me imaginaba a algún soldado agachado, con ese viento, la moral en baja, mal alimentado, lejos de todo.

El silencio crecía en el ómnibus.

Hicimos una parada de media hora en Pradera del Ganso y ahí visualicé en forma definitiva lo que es el clima en las Malvinas.

Cuando llegamos había sol, pero corría mucho viento. A los pocos minutos se nubló y llovió, mientras seguía corriendo mucho viento. Un rato después, todo estaba despejado y seguía corriendo mucho viento. Pradera del Ganso eran unas pocas casas, unos galpones y una especie de gimnasio. Y un pequeño negocio, mezcla de kiosco y almacén.

Después fuimos para Darwin, donde están enterrados los soldados argentinos, y el guía nos solicitó: “Pueden expresarse como lo deseen, pero por favor no lo hagan de manera muy evidente. Si quieren llevar una bandera argentina, pueden hacerlo. Pero no hace falta que la agiten”.

Nunca he sentido tanta desolación como en Darwin, a pesar de que estaba con mi esposa Paula, mi hermana Mylene, y mi cuñado Roberto Ruiz.

Estaban las placas de cada tumba, todo limitado por unas cercas blancas. Y una lista con los nombres de todos los caídos. Y una imagen de la Virgen, frente a la cual algunos rezaron el rosario.

En muchas placas figuraba el nombre del soldado caído, pero en otras decía: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. Yo miraba los rostros de los compañeros de viaje y en todos había conmoción, dolor, incredulidad. Un hombre grande lloraba frente a una tumba y me preguntaba si ahí no estaría enterrado su hijo. Yo iba leyendo los nombres, de a uno, y en una hilera encontré una secuencia aterradora: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.

Me ponía en el lugar de cualquier padre cuyo hijo no hubiera sido identificado y que pensara: “Mi hijo puede estar acá”. Era enloquecedor.

Un cordobés sacó una armónica y empezó a tocar el himno nacional. El himno nacional en el cementerio de las Malvinas, con el viento, el paisaje tan hostil, las tumbas… era irreal. Después le pregunté cómo se le había ocurrido la idea, y me contó que un amigo suyo había estado en la guerra, y que desde entonces su sueño era tocar el himno en el cementerio. Ni siquiera sabía de música: se compró la armónica, aprendió por un tutorial de YouTube cómo tocar el himno, y se la llevó al viaje sólo para tocarlo allí.

Eran todos golpes al corazón.

Una mujer había llevado una plantita de algo para sembrarla allí. Lo hizo.

Otros caminaban, mudos. Otros lloraban abiertamente. Y todos llorábamos de una manera u otra.

De pronto, Paula me dijo: “No nos podemos ir de acá sin un recuerdo”. Por suerte tenía una bolsita de nylon en el bolsillo, de unos caramelos, y allí guardé un puñado de piedras. Rogaba que no me las quitaran en el scanner al regresar al barco, pero no hubo problemas.

En la biblioteca de mi casa está ese puñado de piedras sueltas. Así nomás, como esparcidas sobre uno de los estantes. A veces, algunos amigos que van a comer me preguntan, divertidos: “¿Y qué hacen esas piedras ahí?”. “Son del cementerio argentino en las Malvinas”. Y se suelen quedar mudos.

El regreso fue difícil. A lo lejos estaba la base militar británica, 1.500 soldados para una población de 2.000 habitantes. Y cuando nos acercábamos a Puerto Argentino, el guía nos mostraba los lugares por los cuales las tropas británicas se habían acercado a la capital, antes de la batalla final.

Insisto: todo parecía irreal.

El paseo por Ross Road, antes de volver a la lancha, por lo menos me permitió despejarme del mazazo de Darwin. Había una iglesia pequeña, pero claro, era “la catedral anglicana más al sur del mundo”.

También había dos supermercados, que serían almacenes en cualquier barrio de la Argentina. Y el Penguin News, el diario de la isla, una casilla de madera por cuya ventana me asomé y sólo vi cuatro escritorios con computadoras. Me hubiera gustado presentarme y conversar con algún colega, pero no había nadie.

Al final de la calle estaba el monumento a los soldados británicos caídos, con el nombre de cada uno grabado en mármol. Y un busto de Margaret Thatcher.

Y el dolor profundo no terminaba, no terminaba, y sigue sin terminar.

Cementerio de Darwin, 25 de enero de 2016.

Escribe un comentarios