2 de junio 2024
Dentro de pocos días se van a cumplir seis meses de gobierno de Javier Milei y todo se va a llenar de balances. Pero como no hay ninguna diferencia sustancial entre hacerlo hoy y dentro de una semana, aprovecho para adelantar el mío propio. Que sólo será otro aporte a la confusión general.
El primer gran dato es que Milei llega a los seis meses con un ajuste de la economía de proporciones históricas que, para muchos, sólo tenía destino de helicóptero. No sólo eso no ha ocurrido, sino que, por añadidura, el presidente mantiene altos índices de popularidad. No se sabe por cuánto tiempo, pero que los mantiene, los mantiene.
El segundo gran dato es que semejante ajuste, con su previsible recesión inicial, se ha realizado sin ninguna sublevación ciudadana y sin “muertos en la calle”, algo que presagiaban algunos pronósticos tremendistas. A lo cual quizás contribuya el desprestigio de los líderes sindicales y “referentes sociales”, que recién en estos meses despertaron de una larga siesta.
Aquella “larga siesta” puede resumirse en unos pocos datos que dejó el gobierno de Alberto & Cristina: 42% de pobreza; inflación anualizada del 200%; tasas de interés del 110% nominal anual; déficit fiscal consolidado de entre 12 y 15 puntos del PBI; un dólar que en cuatro años saltó de $ 62 a $ 1.000; precios retrasados en combustibles y energía; y un manejo del dinero público basado en la emisión monetaria, la pérdida de reservas del Banco Central y el desfinanciamiento del Estado (devolución del IVA a los alimentos y eliminación del impuesto a las Ganancias, por ejemplo).
El ajuste ante semejante irresponsabilidad, ejecutado con la sensibilidad de un vikingo en batalla, ha permitido que hoy se registren las siguientes variables macroeconómicas: superávit fiscal y comercial (a partir del segundo mes de gobierno); inflación con descensos consecutivos mensuales después del sacudón devaluatorio inicial (25,5; 20,6; 13,2; 11,0; 8,8 y circa 5% en mayo); baja de tasas de interés de 60 puntos en este semestre; compra de alrededor de US$ 16.000 millones por parte del Banco Central; relativa normalización (a distintos ritmos) de las tarifas de combustibles y energía, y un dólar blue que, a pesar de que siempre genera nerviosismo, se encuentra en niveles similares a los de enero pasado ($ 1.225 el último viernes).
El gobierno de Milei es muy difícil de definir, porque su estilo sobrepasa a las variables con que usualmente juzgamos a nuestros presidentes en materia de investidura. El presidente nos tiene a todos desconcertados, y quizás allí esté el secreto de su respaldo: un distinto, que quizás no logre sacarnos del pozo, pero por lo menos no se parece a los que nos hundieron en ese pozo.
La mayor fortaleza del presidente es la frustración de los argentinos, que durante décadas nos creímos “condenados al éxito” hasta que casi nos transformamos en un Estado fallido. Por más que sea injusto, porque las intenciones y la honestidad de los gobernantes pasados fueron distintas, todo el imaginario de la política anterior quedó teñido por el fracaso y la decadencia. Y Milei -apuntalado por su melena, el Tik Tok o vaya Dios a saber por qué- alimenta la ilusión de un regreso a un pasado de grandeza (opinable, pero sin dudas un país que ofrecía un mejor futuro que el actual).
Estos seis meses de gestión gubernamental han sido de una intensidad nunca vista en la Argentina. En líneas generales, hay un direccionamiento económico fuertemente opuesto al de los últimos 80 años, y un golpe de timón apreciable (con respecto al kirchnerismo) en materia de relaciones exteriores y de seguridad. Al mismo tiempo, más allá de lo declarativo, no se encuentra ninguna acción decisiva en temas como la educación, absolutamente postergada por la monomanía antiinflacionaria. Y ni hablar de áreas de gobierno que están sin funcionamiento, con partidas no ejecutadas o alimentos no repartidos, en las que se remueven tantos funcionarios que no se puede gestionar nada concreto.
Por debajo del vértigo impreso por el gobierno se aprecia una voluntad de cambiar de raíz el paradigma económico del país, con una legislación que atravesaría un sistema de relaciones anudado durante un buen par de generaciones de argentinos. Eso está sintetizado popularmente como “Ley Bases”, una iniciativa gigantesca que anda a las piñas en el Congreso y que, si llega a ser aprobada (que los dioses nos ayuden para que así sea), seguramente lo hará con unas cuantas transformaciones. Ahí está el Santo Grial de Milei, que además estará reforzado por todos los decretos de necesidad y urgencia que se necesiten y por la búsqueda de un respaldo definitivo a dichos cambios en la Justicia.
(La búsqueda de esa arquitectura tal vez explique algunas acciones aparentemente incomprensibles del gobierno, como la propuesta del cuestionado juez Ariel Lijo para la Corte Suprema de Justicia de la Nación. De lo cual surge un interrogante sobre el realismo político de los argentinos: si el nombramiento de Lijo asegurara esos cambios estructurales, ¿habría más tolerancia a su nominación?).
En el subsuelo de estos seis meses burbujeantes se encuentra un apreciable cambio cultural, que consiste en que, a raíz del fracaso de lo anterior, hoy se pueden decir cosas que hasta diciembre hubieran implicado una condena mediática. Ello va desde dejar atrás el lenguaje inclusivo en la administración pública hasta proponer un debate sobre cuántos fueron los desaparecidos, pasando por la aplicación de la ley en su máxima intensidad en materia de seguridad. Uno de los aspectos más positivos del fenómeno mileísta es haber arrasado con muchas de las limitaciones discursivas que imponía la paralizante corrección política.
El estilo Milei, con su disrupción permanente (que a veces hace temer que tenga fecha de vencimiento), sólo es posible por algo que nunca deberíamos olvidar: que los anteriores intentos de hacer las cosas como Dios manda fueron insuficientes para lograr cambios de fondo. Alfonsín, De la Rúa, Macri, se encontraron con la barrera de que la prolijidad institucional, en condiciones de debilidad política, termina chocando contra los que no aprecian tanto dicha prolijidad. Milei intuye que, si las cosas no salen por los caminos ideales, tendrán que salir por otra vía. Y eso es parte de lo nuevo que propone con su estilo indefinible, sostenido por un hartazgo de millones de ciudadanos cuyo futuro era cada vez más inviable en el más viable de los países.
Una de las paradojas de este gobierno, tan gaseoso en sus formas, es que empieza a darse cuenta de que para administrar un país se necesita contar con políticos, funcionarios y burócratas clásicos, que hagan la tarea de todos los días en condiciones que nunca son las ideales. Milei debería prenderle una vela a Guillermo Francos, quien mientras porta el ADN más puro de la casta, lleva adelante negociaciones múltiples en el peor de los escenarios: ser minoría en un Congreso fragmentado, con los tiburones de siempre esperando el fracaso del gobierno. (También debería agradecer a Patricia Bullrich, que pone el pecho a las balas de la delincuencia y el narcotráfico, y a Diana Mondino, cuyo pasaporte se llena de sellitos para apagar los incendios internacionales que generan los exabruptos verbales de su jefe).
El estilo del presidente tiene una ventaja invalorable, que es la de poner las cosas sobre el tapete, blanco sobre negro, y hacer que emerja en la superficie mucho del pus que nos ha enfermado durante tanto tiempo. Con sus modales inauditos, Milei permite que uno sepa quién es quién entre la clase política y empresarial, de qué lado está, para quién juega, y cuál es su posición verdadera a la hora de votar los temas decisivos. Es como el niño que, en su inocencia, se atrevía a decirle al rey que estaba desnudo. (Lousteau, ¿cómo se siente ser presidente de la UCR después de haber sido el ministro de la 125 de Cristina?).
Es muy difícil encontrar un término preciso para definir estos seis meses vertiginosos de política argentina. Pero puede decirse que es un intento espectacular y desordenado por quebrar un pasado de decadencia, sostenido por el temor de que también se nos escape el futuro. Veremos si los próximos tiempos nos permiten encontrar un adjetivo más sólido para definirlo.