Acabo de editar “Viajes con el alma despierta”, que contiene muchos relatos de viajes relacionados con el mundo del vino. Aquí reproduzco uno de sus capítulos. El libro se consigue en la librería García Santos, en Mendoza (Avenida San Martín 921 de Ciudad, teléfono 4292287) y en el sitio web de la editorial Tinta Libre Ediciones. El link para la compra es https://tintalibre.com.ar/book/1332/Viajes_con_el_alma_despierta El libro puede ordenarse en papel (con envío a domicilio a cualquier parte del país) o en e-book, para los acostumbrados a leer en pantalla. También estará pronto disponible en Mercado Libre y Amazon.
UNA GIRA CON EL DREAM TEAM DEL VINO
La gira de 2011 comenzó al otro día de terminar Vinexpo y consistió en atravesar el Sur de Francia, de Oeste a Este, y subir por Cotes du Rhone hasta la Cote Rotie.
Íbamos en cuatro autos, pero lo más importante son los nombres que iban en ellos: Alejandro Vigil, Bernando Bossi Bonilla, Belén Iácono, Jorge Ricitelli, Pablo Minatelli, Luis Steindl, David Bonomi, Edy del Popolo, Matías Michelini y Gerardo Michelini. Era como un Dream Team. Cualquiera que entiende algo de vinos argentinos, sabe lo que significan esos nombres.
Yo iba en el auto con Vigil, el Berni Bossi y Belén. Pero éramos como una caravana y dormíamos en los mismos hoteles, comíamos todos juntos y, sobre todo, visitamos un alto número de bodegas de primera línea de las zonas vitivinícolas.
Aprendí mucho en ese viaje. Especialmente, que los tipos del vino son unos enfermos geniales, que se la pasan hablando de los suelos que están pisando, de calcáreo, de calicatas, de arcilla, arena, y de la acidez de los vinos, las vasijas, los aromas, el color, la cosecha, las etiquetas y todo lo que se pueda imaginar.
Todos los días nos levantábamos temprano y partíamos hacia la siguiente ciudad, a seguir recorriendo viñedos y conocer bodegas. Le Vieux Telegraph, Beaucastel, Domaine Pierre Useglio et Fils… los nombres se iban apilando.
En Chateauneuf-du-Pape aprendí que un corte típico del lugar es el GSM (Grenache-Syrah-Mourvedre), y eso me permitió lucirme años después con un inversor indio que tiene una bodega en Mendoza (me contó que iban a hacer un GSM y le dije, “ah, un Chateneuf-du-Pape”. Me miró y movió un dedo hacia mí como diciendo: “Usted sabe de lo que estoy hablando”).
En Avignon cenamos un domingo por la noche en la ciudad vieja, mientras mirábamos el famoso puente de la canción. El Flaco Riccitelli saludaba a todo el mundo, como si estuviera en su casa.
En Orange comimos en un teatro romano, de 2.000 años. Esa noche, Vigil y el Berni Bossi salieron a caminar y se perdieron, y lo fueron transmitiendo por Twitter. Yo me había ido al hotel a escribir y acostarme temprano para descansar, y me terminé quedando hasta tardísimo, tuiteando con ellos para ver si volvían al hotel. “Busquen el Teatro Romano”, les escribía. “Sí, lo buscamos, ¡pero no lo encontramos!”, respondía Vigil. Pero al final volvieron.
En el auto, yo me asombraba con los comentarios que hacían ellos dos y Belén, ingeniera agrónoma de Catena Zapata. Pasábamos por un viñedo y decían: “Mirá el calcáreo”, “Mirá la pendiente”, “Mirá la carga de los racimos”.
Para mí era lo mismo, todo tierra, pero era una lección gratuita que muchos envidiarían.
También se me grabó algo que Vigil repetía siempre, como un catecismo: “¡Tenemos que hacer vinos elegantes!”. Cada vez que pruebo uno de sus vinos, por suerte bastante seguido, me acuerdo de eso.
Aquella gira fue hermosa por todo, por las ciudades en las que estuvimos y por las que pasamos por un costado, mientras me hacía la promesa de volver alguna vez. Carcassone, cuyo castillo vimos a los lejos, y Arles, la del puente que pintó Van Gogh. De ida, almorzamos en Toulouse, una comida rápida, pero alcanzó para ver un canal por el cual, en otras épocas, lanzaban corriente abajo troncos de árboles para que llegaran a otras ciudades.
Era todo inolvidable, y todavía faltaba Guigal.
En Guigal, donde lo vi llorar a Vigil
Guigal es como la joya de la Cote Rotie y allí lo vi llorar a Alejandro Vigil.
Llegamos desde Hermitage, una ciudad cercana, y nos recibió uno de los ejecutivos top de la bodega. Nos hizo una degustación de varias etiquetas e hicimos cumbre con los “La La La”: la trilogía La Mouline, La Landonne y La Turque. Están entre los vinos más famosos de Francia y cada botella costaba 100 euros, comprada en la bodega.
Esos vinos, donde se co-fermentan Syrah y Viognier (una uva tinta y una blanca), me volvieron loco. Nunca pude reproducir aquella sensación, algo que me pasa casi siempre con los vinos excepcionales.
Mientras los degustábamos, parados alrededor de las barricas, había como un sentimiento de incredulidad por lo que estábamos probando. Y por ahí me di vuelta y vi que el Ale estaba sentado en una escalerita y se llevaba la copa a la nariz, giraba el vino y lo volvía a oler, y se le caían las lágrimas de la emoción.
Yo ya lo sabía, pero en ese momento terminé de conocerlo: el tipo buscaba lo mejor, lo más alto, lo perfecto, y la motivación de su vida era hacer vinos de ese nivel.
Pocos años después, todos sabían que había sido capaz de lograrlo.