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Un viaje por el jazz

Por Mauricio Llaver (*)

El jazz es libre, libre, es la más libre de las músicas. Es como un viaje en el que todo puede pasar y no se sabe dónde ni cómo termina. Cualquier cosa es un disparador, como en esta columna, en que la idea surgió de un librito que me encontré en una librería y que se llama 101 microlecciones de jazz, que tiene frases como “déjalos siempre con ganas de más” (Thelonious Monk) o “esto es tan bueno que debe ser ilegal” (Fats Waller).

El jazz es tan inasequible que ni siquiera se sabe de dónde viene su nombre. En un libro maravilloso escrito en forma de historieta (Guía incompleta del jazz), el mexicano Rius decía que “la palabra jazz tiene un origen incierto: algunos lo derivan de una palabra africana que significa ‘prisa’ y otros del nombre abreviado del cantante Charles Alexander (Charles=Chazz), y no falta quien lo derive del slang negro que decía ‘jazz’ por coito. Vaya usted a saber”.

Eso: vaya uno a saber. Pero qué importa. Lo que importa es que algún momento, hacia fines del Siglo XIX, tomó forma una suma de elementos que se venían acumulando desde muchas décadas atrás: los ritmos que habían llevado los esclavos africanos a América, los cantos de las iglesias con que se los “cristianizaba” en las regiones del Sur (por ingleses, franceses y españoles) y hasta la música militar de la Guerra Civil, donde muchos tomaron contacto con la trompeta, el trombón y el clarinete. Los burdeles de Nueva Orleans fueron la cuna, pero luego el jazz se fue para Chicago y, un poco más tarde, a Nueva York. A partir de ahí no hubo nada que lo detuviera.

El jazz es algo que hay que tomar como viene sin tratar de meterlo en un corset, porque entonces su espíritu se marchitaría. Y también el espíritu de sus ejecutores. En el hermoso homenaje que Julio Cortázar le hizo a Charlie Parker (su cuento El perseguidor), el escritor argentino dice que “es imposible impacientarse con Johnny o con Art, sería como enojarse con el viento porque nos despeina”. Aquel Johnny Carter del cuento (alter ego de Parker) era capaz de detener una sesión de grabación para golpearse la frente y exclamar: “Esto lo estoy tocando mañana”, antes de perder su saxo en cualquier lugar o de drogarse a escondidas en cualquier ocasión que encontrara.

El jazz fluye de manera tan ancha y profunda que no alcanzan varias manos para dar cuenta de sus nombres: Louis Armstrong, King Oliver, Earl Hines, Art Tatum, Duke Ellington, Benny Goodman, Dizzy Gillespie, Miles Davis, John Coltrane, Bill Evans, Dexter Gordon… Yo adoro también a algunos contemporáneos, como Keith Jarrett con su “Köln Concert” o Pat Metheny con su “jazz rock”, o al propio Sting, que hizo un disco maravilloso (“The dream of the blue turtles”) con músicos de jazz americanos. También, con mi corazoncito argentino, puedo contar que el “Gato” Barbieri tiene su lugar entre los grandes saxofonistas (y recomendar de paso la versión de Latin lady que grabó con Carlos Santana). Y, ya mezclando todo (al fin y al cabo estoy escribiendo de jazz), puedo decir que hay pocas cosas que me transporten tanto como el saxo de Paul Desmond en una versión en vivo, junto a Dave Brubeck, de la canción mexicana La paloma azul.

Justamente Paul Desmond decía que “escribir es como el jazz, puede aprenderse pero no enseñarse”. Y Thelonious aportaba que “una nota puede ser tan pequeña como un alfiler o tan grande como el mundo: depende de tu imaginación”. Detrás de ello hay un espíritu libérrimo que John Lewis (pianista, Modern Jazz Quartet) definió de manera inequívoca: “La recompensa por tocar jazz es tocar jazz”. A dejarse llevar por su encanto, señores, que hay pocas cosas tan lindas como esa en este mundo.

(*) Esta nota fue publicada originalmente en el diario El Sentinel, de Fort Lauderdale, Florida.

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