Por Laura Rómboli
Diez conciertos, diez noches, diez “últimas” noches de Joaquín Sabina en Argentina. Y ahí estuve, en una de ellas, como casi siempre había imaginado mientras escuchaba sus letras, esas que él destacó apenas entró al escenario y saludó al público. Agradeció la generosidad de una audiencia que cautivó con “un puñado de canciones hechas del otro lado del charco”, y así, con la mejor muestra de gratitud, comenzó a desandar una relación de muchos años entre él y Buenos Aires. Y nos hizo parte de ese momento.
Entendimos, sin ofendernos, que no solo éramos testigos de la despedida de Sabina, sino también parte de ella. Y aunque seguramente los habíamos de todos los rincones del país, en ese instante sin fronteras, la relación con el maestro era la misma para todos, y la despedida, esa noche, fue única.
Lloré cuando lo vi entrar al escenario, pero fue un llanto de emoción, de estar ahí para escuchar su manera de decirnos “Hola y Adiós”. Con sus tantos años vividos sin desperdicio, caminó entero y seguro hacia una banqueta que sería su apoyo físico durante las dos horas del concierto. Luego, el apoyo musical lo tendría con su gran y contundente banda, formada por músicos que atestiguan conocer a la perfección cada gesto, cada entonación y cada color de la voz del cantante.
Nosotros, el público, intentamos brindarle el apoyo emocional que la velada requería. Fuimos dejando, de a poco, las tristezas —si las había— para, con algo de melancolía, darle al maestro la despedida que merecía.

Con un video de su última canción, “Un último vals”, proyectado en unas pantallas gigantes que abrazaban el escenario, comenzó la noche. Fue la intro perfecta para que luego los acordes de “Lágrimas de mármol” hicieran estallar a un público que corría a un lado la nostalgia para dar paso al goce, sin pensar demasiado.
Luego, iniciamos una conversación para guardar en el recuerdo, con los temas seleccionados tan sabiamente y a medida del momento. Comenzamos a viajar al pasado, a nuestro pasado, con Mentiras piadosas, Ahora, Calle Melancolía, 19 días y 500 noches, Quién me ha robado el mes de abril y Más de cien mentiras.
Y ya, en medio de “aquellos momentos” que volvíamos a vivir mientras escuchábamos a “esos Sabinas” de antaño, cada tanto, el brillo de sus zapatos, el impecable saco con ribetes rojos, el anillo de calavera —símbolo de tempestades atravesadas— y el sombrero, que cumplía con la función de reverencia, nos hacían volver al presente y sentir, con la conciencia tranquila, que sí, esa era la última noche con Sabina.
Todo fue delicioso: su voz, sus palabras, sus canciones. Incluso esos temas que, de tanto parecer que son para otros, los dejó en la voz de sus músicos para que suenen sin olvidar que es “Sabina, ese que canta”.
Entonces, fue el turno de la voz de Mara Barros, la increíble mujer que siempre lo acompañó en el escenario, quien nos deleitó con “Camas vacías”. Luego, llegó el rock and roll furioso a cargo de Jaime Asúa Abasolo, como una muestra —tal vez— de la única prueba viviente de un Joaquín que existió hace un tiempo y que hacía “Pacto entre caballeros”.
La lista de temas que completaron la gala fue maravillosa, digna de enmarcar como un tesoro preciado: «Dónde habita el olvido», «Peces de ciudad», «Una canción para la Magdalena», «Por el bulevar de los sueños rotos», “Sin embargo” y su infaltable «Y sin embargo te quiero», “Noche de bodas”, “Y nos dieron las 10”, “La canción más hermosa del mundo”, “Tan joven y tan viejo” para luego cumplir con el protocolo y anunciar que: “Hasta acá fue el momento del hola, ahora es el del adiós” y sonaron “Con la frente marchita”, “Contigo” y “Princesa”.
Durante la noche, el maestro manejó los tiempos: los nuestros y los de su adiós. Nos marcó con canciones hasta dónde fue el “Hola” para comenzar el tramo final del encuentro.
Nos dedicó palabras tan profundas y honestas que nosotros agradecimos. A su manera, nos confesó su amor por esta tierra: “Mis amigos de Madrid saben que si alguna vez me pierdo que vengan a buscarme a Buenos Aires”.
A estas alturas, ya esperando el bis, estábamos extrañamente felices para ser una despedida. Sabíamos que cuando su caminar lento lo llevara a saludar con toda su banda, sería el final. El que nunca quisimos que llegara, el que no imaginábamos, pero el que nos propuso vivir y disfrutar hasta el último minuto.
Y solo él lo pudo lograr, gran dueño del arte de decir adiós, nos llevó por el mejor camino, ese que no tiene vuelta atrás, el que solo da ganas de seguir, de mantener su música, su poesía y el mejor recuerdo. Sin decirnos “ojalá que volvamos a vernos”, sentimos que nos dejó dos besos, y la mejor, única y última noche con Joaquín Sabina.