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Un gusto en la vida: “Viajes con el alma despierta” / Newsletter de Mauricio Llaver

Acabo de lanzar un libro sobre mis viajes, donde figuran muchos mendocinos y el vino tiene un protagonismo muy importante. Quiénes aparecen, dónde se consigue, y el adelanto de un capítulo (Alaska).
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UN GUSTO EN LA VIDA. Acabo de publicar mi segundo libro, “Viajes con el alma despierta”. Hablo allí de muchos viajes que he hecho en mi vida, desde que en 1971 (yo tenía siete años) mis padres me llevaron a Estados Unidos y descubrí los aviones, los ladrones (me robaron una cámara de fotos en Nueva York), los cohetes espaciales (en Cabo Kennedy), y la Coca Cola en lata, que podía comprarse poniendo una moneda en una máquina. Desde entonces no paré de viajar, y en este libro están los principales recuerdos, desde navegar por Alaska y encontrar tachos de basura “a prueba de osos” hasta quedarme con el alma helada en el cementerio argentino en las Malvinas, pasando por comidas callejeras en Vietnam o encontrarme con robots que limpiaban la habitación en el hotel de Tokio. Muchos de esos viajes están relacionados con el vino, acompañando a los mejores enólogos argentinos en ferias internacionales y viajes de conocimiento. En otros, he ido con mi familia, con amigos y en muchos casos solo. Lo importante es que he viajado, y en este libro están mis principales recuerdos.

UNA LISTA DESORDENADA. En el libro figuran muchos amigos y conocidos, la mayoría del mundo del vino, el periodismo y el turismo. Aquí, una lista desordenada de muchos de quienes aparecen: Arturo Cortés, Hervé Birnie-Scott, Marcelo Pelleriti, Alejandro Vigil, José Bahamonde, Michael Halstrick, Susana Monzó, Luis Steindl, Jorge Riccitelli, José Manuel Ortega Fournier, Mariano Di Paola, Pepe Zuccardi, Ana Amitrano, Sebastián Zuccardi, Julia Zuccardi, Julio Camsen, Melanie Camsen, José Spisso, Henri Parent, Enrique Chrabolowski, Walter Bressia, Susana Balbo, Marcelo Belmonte, Roberto de la Mota, Alejandro Camus, Sol Asensio, Diego Banfi, Guillo Banfi, Estela Perinetti, Joe Fernández, Juanchi Baleirón, Gustavo Paolucci, Emilio Garip, Ernesto Vivian, Federico Croce, Federico Lancia, Gustavo Flores Bazán, Santiago Galli, Carlos Pulenta, Jaime Correas, Andrés Gabrielli, Alberto Arizu (h), Luján Tavares, Gustavo Llaver, Luis Raviolo Funes, Marcelo Romanello, Nicolás Cortés, Diego Ribbert, Bernardo Bossi Bonilla, Belén Iácono, David Bonomi, Edy del Poppolo, Pablo Minatelli, Matías Michelini, Gerardo Michelini, Ricardo Torre Isla.

DÓNDE CONSEGUIRLO. El libro se consigue en una sola librería en Mendoza y, en línea con los tiempos que corren, en el sitio web de la editorial. La librería es García Santos (Avenida San Martín 921 de Ciudad, teléfono 4292287). La editorial es Tinta Libre Ediciones, y el link para la compra es https://tintalibre.com.ar/book/1332/Viajes_con_el_alma_despierta  En el sitio, el libro puede ordenarse en papel (con envío a domicilio a cualquier parte del país) o en e-book, para los acostumbrados a leer en pantalla. También estará pronto disponible en Mercado Libre y Amazon.

(A continuación, el capítulo sobre Alaska)

EN ALASKA, A PRUEBA DE OSOS

En Alaska los tachos de basura eran a prueba de osos.

Partimos de Seattle en nuestro conocido Explorer of the Seas, 15 años después de nuestro primer crucero, en aquel mismo barco. Ya no nos asombraba tanto, porque entre medio habíamos conocido otros mucho más grandes. Pero era nuestro Explorer, en una ruta muy distinta. Cuando compré el viaje, mi amigo Arturo Cortés me dijo: “Es la primera vez que vendo un crucero a Alaska”.

Navegar por allí no se compara con nada. Hay bloques de hielo que flotan a los costados (las bromas con el Titanic eran de lo más normal); el agua pasa de los azules a los verdes sin escalas, según la luz del sol; hay lluvias repentinas, algunas con escarcha, y un viento constante. Salir a cubierta era muy divertido, como estar expuestos a los elementos de la naturaleza, que se modificaban todo el tiempo.

Los paisajes son indescriptibles. Montañas, ríos, nieve, glaciares, árboles, en una escala que no tiene parangón. Podíamos navegar horas y ver siempre lo mismo, sin que nada cambiara y nunca aburriera.

Llegamos a Juneau, la única ciudad capital de Estados Unidos (por lo menos) a la que no se puede llegar por tierra. Ya había otros cuatro cruceros en el puerto, porque el frío hace que la temporada se concentre en cuatro o cinco meses del año. Juneau tiene unos mil habitantes, que se triplican o cuadriplican en la temporada de cruceros con gente que llega para trabajar en esa época.

Tomamos una excursión al glaciar Mendelhall, que está muy cerca de la ciudad. Es imponente, como todos los glaciares, pero acá estaba a la mano. Caminamos por el parque, estuvimos al borde de una cascada, y de pronto vimos un cartel que advertía de la presencia de osos, aunque aclaraba que sería muy raro que se acercaran a los humanos.

Después llegamos hasta un museo de la Alaska primitiva y nos sentamos en un banco, afuera, a comer unos sandwiches de salmón. Cuando terminamos, tranquilos, lo primero que vimos fue un cartel de “prohibido ingerir alimentos”. Nos miramos sorprendidos. Ninguno de los dos lo había visto. Después llegamos a un tacho de basura para tirar los restos y la tapa no tenía manija. Un cartel aclaraba que era “Bear proof”, a prueba de osos. Había que meter la mano por debajo, mover una palanca por una ranura, y ahí se abría. Por lo visto, los osos sí se acercan, aunque parece que lo hacen por la noche. Y todavía no aprenden a abrir ese tipo de tachos.

En el pueblo de Juneau había bares, smokeries (ahumaderos de salmón, principalmente), tiendas de souvenirs, casillas de alquiler de excursiones, pequeños museos y una “liquor store”. Entré y lo primero que vi fue una pila de cajas de vino Álamos, de la bodega Catena Zapata. Esas uvas, ese vino, esa bodega, son del lugar donde vivo, y me lo vengo a encontrar en Alaska. Le saqué una foto y se la mandé a Alejandro Vigil, el enólogo. “¡Ir a Alaska es mi sueño!”, me respondió. Será cuestión de que se tome el barco.

En Skagway parecía que estábamos en un pueblo del Lejano Oeste. Las casas de madera, las calles, los carteles, todo parecía una película. Faltaban las carretas y los tipos con el revólver a la cintura, pero lo demás era todo igual.

Compramos el White Pass & Yukon Route, un ticket para un paseo por el territorio del Yukón, de ida en ómnibus y de vuelta en tren. Como el territorio está en Canadá, había que llevar el pasaporte y la visa para cruzar la frontera.

Ese paseo es de lo más hermoso que he hecho en mi vida.

Otra vez, era estar inmersos en lagos, cascadas, ríos, nieves, montañas, de una extensión infinita. El ómnibus se paraba en algunos puntos específicos y los ojos y el alma vivían una fiesta. Tomamos millones de fotos, pero no hay manera de reproducir esa inmensidad.

En la entrada a Canadá, subió una guardia uniformada para controlar los pasaportes. Una chica alta, rubia, de ojos claros, hermosa. Podría haber sido una modelo, pero había elegido vivir en un lugar así.

Quedaba la sorpresa de la vuelta, porque el tren no era uno más. Era el White Pass, un tren a vapor, en un ferrocarril construido en 1898 durante la “fiebre del oro”, única manera de llegar hasta los yacimientos. Los vagones estaban igual que en aquella época, con unas estufas tipo salamandra y las manijas y pasamanos originales. Las vías parecían talladas sobre las laderas y los paisajes eran aplastantes de belleza y diversidad. En algunas curvas, se veía cientos de metros hacia abajo, con aguas que serpenteaban en medio de todos los árboles y todas las rocas del mundo. Otra vez: no hay forma de describir eso.

Volvimos al pueblo de Skagway, paseamos, y en una tienda me compré unos guantes de invierno de marca “Alaska”. Muy abrigados, flexibles, y con un broche para unirlos cuando no se los usa, un detalle muy importante para alguien como yo. Estaba contento porque había comprado algo que sólo podía conseguir ahí. Me costaron 25 dólares.

Cuando volvimos al barco, los vendían en una de las tiendas del deck principal. Eran exactamente iguales. Costaban 20 dólares.

La vista del glaciar, desde Tracy Arm Fjord, iba a ser alrededor de las nueve de la mañana, y todo dependía del estado del tiempo.

Amaneció lloviendo y fuimos a desayunar, mientras mirábamos para afuera. Las nubes llegaban a la altura del agua y casi no se veía nada. Por los altoparlantes anunciaban que no había más remedio que esperar.

Ya estábamos seguros de que la experiencia se iba a frustrar, cuando de pronto paró la lluvia, la niebla se empezó a levantar, el cielo se empezó a abrir y aparecieron algunos rayos de sol. Cerca de las nueve fuimos para cubierta y la luz era mucho más nítida. El agua se había puesto de un color verde esmeralda y navegábamos entre pequeños bloques de hielo. Más o menos a la hora señalada, el glaciar apareció al fondo, con una luz suficiente para observarlo, y todo era una vista de agua, hielo, nieve, árboles, montañas, nubes y rayos de sol.

El barco empezó de pronto a girar sobre sí mismo, en una vuelta de 360 grados. Lo hizo dos veces. No sabíamos si mirar, tomar fotos, filmar. En las caras de todos había sonrisas. Era hermoso, único. Era un glaciar en Alaska y estábamos ahí.

Esa tarde el crucero empezaba el regreso hacia Seattle, y con Paula decidimos cenar en el restaurante buffet, que estaba en la parte de atrás del barco. Fue la mejor decisión que podríamos haber tomado. Buscamos algunas cosas para comer y nos sentamos en unos sillones, mirando la estela que dejaba el barco y el paisaje que nos había sido tan familiar en aquellos días. Le estábamos diciendo adiós a Alaska y es uno de los recuerdos que más grabados me quedaron en la retina.

Alaska me sirvió también para una reflexión: la absorción de la belleza tiene un límite. Es como un gran cuadro o una gran escultura. Uno se puede parar, observar, emocionarse, pero llega un momento en que eso no se puede intensificar. Mirar ese entorno era hermoso, pero en un momento apareció un límite. Ya estaba. Habíamos visto y experimentado todo lo que teníamos para ver y experimentar.

En Skagway, una ciudad que parecía el Lejano Oeste.

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